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Ortiz, Juan L.

La mano infinita

“Balbuceante, trémula, fluida, siempre como deshaciéndose en el momento mismo en que se la quiere tocar, la poesía de Ortiz es tan profundamente placentera como ardua de abordar. […]. No porque en Ortiz pueda hallarse hostilidad alguna hacia el lector, sino porque aquello que dice es siempre de algún modo inaferrable, impone al lector una extrañeza que hace de la lectura una tarea intensa y exigente. […]. …

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El alba sube

“Balbuceante, trémula, fluida, siempre como deshaciéndose en el momento mismo en que se la quiere tocar, la poesía de Ortiz es tan profundamente placentera como ardua de abordar. […]. No porque en Ortiz pueda hallarse hostilidad alguna hacia el lector, sino porque aquello que dice es siempre de algún modo inaferrable, impone al lector una extrañeza que hace de la lectura una tarea intensa y exigente. […]. …

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La rama hacia el este. El álamo y el viento

“Balbuceante, trémula, fluida, siempre como deshaciéndose en el momento mismo en que se la quiere tocar, la poesía de Ortiz es tan profundamente placentera como ardua de abordar. […]. No porque en Ortiz pueda hallarse hostilidad alguna hacia el lector, sino porque aquello que dice es siempre de algún modo inaferrable, impone al lector una extrañeza que hace de la lectura una tarea intensa y exigente. […].

Prólogo de Daniel Freidemberg

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La orilla que se abisma

“Balbuceante, trémula, fluida, siempre como deshaciéndose en el momento mismo en que se la quiere tocar, la poesía de Ortiz es tan profundamente placentera como ardua de abordar. […]. No porque en Ortiz pueda hallarse hostilidad alguna hacia el lector, sino porque aquello que dice es siempre de algún modo inaferrable, impone al lector una extrañeza que hace de la lectura una tarea intensa y exigente. […].

Prólogo de Daniel Freidemberg

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Antología

Puede decirse que Juan L. Ortiz fue autor de un solo libro, En el aura del sauce, o, mejor, que escribió varios libros (hasta trece), pero con un impulso unitario, que la presente antología se encarga de mostrar.

 

Prólogo de Daniel Freidemberg

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