El gran crítico Harold Bloom ha dicho que, si quisiéramos medir todo el poder de Shakespeare con una sola de sus obras, podríamos hacerlo con Antonio y Cleopatra (1606), su última tragedia amorosa. En el que se considera su texto más sensual y ardiente, el poeta relata la pasión mutua entre el general romano Marco Antonio y la reina egipcia Cleopatra mezclando sensualidad y poder, ambición y entrega; logra así, en palabras del traductor y autor del prólogo Jorge Ingberg, “el mayor personaje femenino salido de la pluma del autor: una heroína de amplia y compleja capacidad histriónica, comparable a Hamlet y Falstaff, sus máximas creaciones masculinas”. Su vida sin medida, desafiando las convenciones tanto de la Roma de Antonio como de la Alejandría de Cleopatra, lleva a los amantes a un desenlace trágico, ennoblecedor de una pasión que Shakespeare describió con algunos de sus versos más bellos: “Dame el vestido; ponme la corona. Ya siento / sed de inmortalidad en mí”, dice la reina antes de recibir el beso venenoso del áspid. Antonio y Cleopatra mantiene, cuatro siglos después, todo su poder trágico y su emoción estética: el de las palabras y los personajes inmortales, bendecidos por la capacidad de conmover y deslumbrar de las obras maestras.