Gabriele D’Annunzio (1863-1938), antes que cualquier otra cosa, era una extraordinaria sensibilidad de artista, un esteticista, un virtuoso de la palabra. Su egolatría, su narcisismo, el afán espectacular que puso en muchos momentos de su vida quedan, pues, relegados a segundo plano y habrán de ser considerados como un ornamento anecdótico. Fue durante muchos años la figura capital de la literatura europea y una de las más considerables de su tiempo en toda Europa.
La posteridad falló sobre lo que perdurará y no ha de olvidarse en su riquísima obra. Sin duda que en el primer apartado se inscribirá siempre, y en primer término, La hija de Iorio. Esta hermosa creación está reconocida como su verdadera obra maestra, ya que en sus páginas se alían incomparablemente la belleza de estilo —admirablemente conservado en la impecable versión de Ricardo Baeza que publica Clásicos Losada— con la emoción dramática más intensa, sacudida por un soplo sagrado de tragedia clásica.