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El Chancellor

Julio Verne (Nantes, 1828-Amiens, 1905), autor de tantos libros que leímos en nuestra juventud ─y que siempre releeremos─, llenó una época con singular eficacia. Sus ochenta novelas describieron viajes que nunca realizó, pintaron mares, ciudades y comarcas que jamás divisaron sus ojos y nos mostraron extraños mecanismos que la técnica de su siglo no había podido concebir. Fue un precursor, un hombre que supo mirar el futuro de la técnica con asombrosa penetración. Pero no era Verne un eximio hombre de ciencia; era solamente un prodigioso novelista encerrado en su gabinete de trabajo con su imaginación y su lirismo ilimitados.

“La esperanza se arraiga tan profundamente en el corazón humano que yo espero aún”, anota en su diario de viaje J. R. Kazallon, narrador y partícipe de la última travesía del navío inglés Chancellor, el día 7 de diciembre de 1869, cuando dieciocho personas, entre pasajeros y tripulantes, en medio del océano, se ven obligadas a confiar sus vidas a una balsa construida con los despojos del barco.